martes, 30 de noviembre de 2010

Le doy vueltas a una idea en mi cabeza. Una mirada de 360º y me parece brillante, la giro otro tanto y la encuentro arrugada y sin gracia.
En el prelavado todo estaba borroso, la idea aún no estaba muy definida y apenas sí la conocía, llena de manchas de aburrimiento.
Con la llegada del suavizante y el detergente empecé a verla más clara, con nuevos ojos. De textura fina, olía a genialidad, incluso diríase que la inspiración (un calcetín rojo de lana) la había desteñido.
La idea comenzaba a brillar por sí sola y justo cuando parecía que iba a encenderse la lucecita que señalizaba el acabado junto al botón rojo, se puso en marcha el centrifugado.
Ahora mi pobre idea, solitaria en la máquina infernal, giraba y giraba tan deprisa que sus límites se me antojaban borrosos y su anterior -si es que realmente la tuvo- genialidad se disipaba entre los resquicios de mi mente febril. Perdió el desteñido. Acabó hecha un giñapo.

Se me estrelló contra la parte occipital y allí se quedó, escurriéndose, deshecha, como un huevo que pretendía ser tortilla y no llegó a coger forma.